Salsa y dulzura

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Camilo de los Milagros
Rebelión
Yo soy sonero, y no lo niego, le canto al trabajo y al amor,


le canto al trabajador, que hace posible mi canto.


Conjunto Son 14

Mi hermano el pianista considera que la salsa es, a pesar de todo, una música simple. Fruto del mestizaje, sus sonidos concilian en cadencias sensuales el conflicto más brutal de los orígenes latinoamericanos: la esclavitud. En la salsa confluyen -a veces no en el mejor arreglo- los ritmos africanos, de atavismo penetrante y duro, negro, con las melodías refinadas y esquemas armónicos que los europeos traían en su cabeza.

Como casi siempre, mi hermano tiene la razón. Tal que fruto del mestizaje con cinco siglos de andaduras, depositaria de tantas vertientes, la salsa será un fenómeno histórico complejo. Pero como música es en efecto sencilla, provista de una complicada simpleza. Aceptemos incluso que es elemental, igual que la tierra. O la lluvia. Y en medio de los matices, aprestémonos a ver la infinita belleza contenida en las cosas simples, porque no hay nada más hermoso que un amanecer; y tampoco nada más sencillo.
Eso que llaman salsa despertó cuando los ritmos campesinos del Caribe como el son montuno o la guaracha –de fuerte raíz africana- se enrazaron con la música culta de salón heredada de España y luego en cierta medida con algunas tendencias del Jazz. Por eso resulta inexplicable aunque original. Las cosas bellas y sencillas de la vida no pueden comprenderse. No se entiende que el producto imperecedero de la esclavitud sea una música empecinada en compenetrar mundos opuestos. La salsa más que género musical, confluyó como movimiento de masas a lo largo del Caribe, Norteamérica y gran parte de América del sur por los 60, cuando la urbanización forzada arrojó de plano millones de campesinos a los barrios y periferias de las grandes ciudades. Entonces la gente se fue de bruces contra la marginación. También contra una cultura de masas ajena que no comprendía, contra dinámicas urbanas extrañas y agresivas que prometían desangrar sus orígenes. Adentro del Bronx y los guetos de Nueva York; en los arrabales de Cali, Caracas, Medellín o Lima; en el sofoco de Puerto Rico o La Habana, comenzó a hervir un fenómeno sin precedentes en el continente: miles de jóvenes que ya no pertenecían al campo aunque tampoco cabían dentro de los moldes occidentales de la urbanización encontraron en la salsa una declaración de principios: era la música del barrio, de la esquina, de la calle. Cantaba la vida dura de la ciudad, la nostalgia del campo, el padecimiento del desarraigo. Era la música del Caribe pero también de los jibaritos en la Quinta Avenida. Eran las canciones de los negros en Cali que no son muy distintos de los negros en Matanzas. Eran las melodías de los hacheros que tumbaban palos en el monte pero también de los pandilleros y maleantes en Manhattan. Cantaba a la montaña y a la barriada; hablaba de bohíos y proletarios, de calles rotas y esquinas solitarias, de guajiros carreteros, de la molienda de la caña y la cogida del café; soltaba cuentos de gente que sin querer tuvo que irse para el Norte. Era una música del dolor… ¡pero tan alegre!

Era la música de nosotros, los latinos.

Que la salsa de Nueva York pega mucho al Jazz es cierto. También es cierto que la cubana es la más desconocida por culpa del bloqueo: y más original, porque conserva bastante el ancestro guajiro. La de Puerto Rico sin duda será la más famosa, difundida y escuchada, emparentada con todas las demás. La colombiana tira mucho hacia la cumbia, la venezolana es eso: venezolana y la peruana no escapa a cierto sabor indio que la hace única, diferente de las otras. En México gusta desde la llegada espectacular del Mambo y en Panamá se confunde con ritmos africanos de nombre impronunciable.

Ray Barretto, Héctor Lavoe, El Conjunto Son 14, Eddie Palmieri, Los hermanos Lebrón, Oscar De León, Roberto Roena, El Gran Combo de Puerto Rico, Ricardo Ray y Bobby Cruz, la negra Celia, el judío Harlow, La Sonora Matancera o La Ponceña, La Orquesta Aragón o la de Tito Rodríguez, todos acabaron por ser verdaderos ídolos de una marea atronadora que llenó estadios y aturdió calles por décadas. El entierro de Ismael Rivera en Puerto Rico fue poco más que apoteósico y los conciertos de la Fania All-Stars sólo pueden calificarse de una manera: descomunales. Cali ha tenido los mejores bailarines, pero no las mejores orquestas que sin discusión terminaron todas en Nueva York.

Fruta colorida del mestizaje, la salsa está colmada de intérpretes norteamericanos que se asimilaron al sabor caribeño: Larry Harlow, Mark Dimond o Lewis Khan son sólo algunos geniales al lado de los negros  latinos -sin negro no hay sabor ni guaguancó- como Joe Arroyo, Ismael Rivera, Mongo Santamaría, Chocolate Armenteros o la portentosa y Celia Cruz.

Es probable que no haya entre los géneros musicales de Latinoamérica uno menos contestatario en sus letras que la salsa, con notables excepciones como Rubén Blades o Frankie Dante. Por tal motivo se la caracteriza erróneamente como expresión frívola que bordea en la superficialidad, cuyos temas no trascienden del relato de incendios (“Hay fuego en el 23”), vidas de maleantes (“Juanito Alimaña”), amores, romances y desengaños (“Tal vez vuelvas a llamarme”). Pero se equivocan quienes creen que la salsa es una música sin trasfondo político: toda ella constituye una rebelión. Un levantamiento multitudinario, pachanguero. La salsa viene a ser, sobre todo en Nueva York, el testimonio de una sublevación de los latinos que se negaron a ser digeridos por la asimilación cultural de la bestia del Norte. En ese aspecto comparte similitudes con el Reggae, la música de los negros caribeños de habla inglesa. Si Wittgenstein afirma que los límites de su mundo no pasan del lenguaje, las fronteras de la idiosincrasia Latinoamericana se pelean arrebatadamente a punta de Son y Guaguancó en las aceras mismas de los guetos del Norte. La salsa constituye una insurrección contra la vida marginal de los latinos. Es la afirmación contundente de lo que somos: mezcla, conflicto, indefinición. Rechazo a ser parte completa del legado occidental.

¿Qué es la salsa? Si me lo preguntan no podría decirlo nunca bien. Tal vez un sentimiento. Quizá una calentura dentro de la sangre. Vine al mundo y moriré amando ésta música de negros que enloquece a los blancos. Sin embargo soy tan incapaz de definirla como de bailarla. Creo que la salsa tiene algo que ver con la dulzura; y como asegura mi hermanito, con la sencillez, que posee mucho de profundidad. Porque sólo una música que se arranca desde lo profundo puede palpitar con esa voz oscura, miel espesa, como la de Cheo Feliciano lamentando los colores con que se cocina la salsa: la alegre tristeza de nosotros los latinos, esa amargura feliz, ese dolor contento tan simple con el que al fin de cuentas se baila la vida.

 

Canciones:

Ray Baretto: “Salsa y dulzura”

http://www.youtube.com/watch?v=2u5zJw23Ofc

Clásico entre los clásicos: “Son para un sonero” del conjunto Son 14

http://www.youtube.com/watch?v=ACkjfPzVrQg

Cheo Feliciano canta con la Fania All-Stars “Anacaona”

http://www.youtube.com/watch?v=AXDkNZAfx9s

Celia Cruz en África

http://www.youtube.com/watch?v=AXN-_asIaYs

Salsa callejera en Cali

http://www.youtube.com/watch?v=SbgjjZ8CcQQ

Salsa Colombiana, más cumbia que otra cosa.

http://www.youtube.com/watch?feature=endscreen&v=zPUiCdzc15g&NR=1

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.


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